Jacinto es el abuelo que todos quisiéramos ser algún día. O al menos eso pienso yo. Noventa primaveras le contemplan. Jacinto no podía perderse ese día. Era un día de boda y la novia era Aitziber, su nieta. Y ahí estuvo todo el día. Al pie del cañón. No perdió la sonrisa ni un instante. Con la misma sonrisa que nos recibió por la mañana nos despidió doce horas después. Se prestó a la entrevista. Cantó y bailó al ritmo de AC/DC con los novios. Repartió besos y abrazos. Se preguntó que es lo qué lleva el vino para ser tan bueno. Junto al agua la mejor bebida según él. Pero siempre por separado. Nos dio una lección de vida a todos. Anochecía ya en el Asador Mutiloa cuando me tocó vivir un momento mágico. Llevábamos una hora de baile cuando Jacinto buscó mi complicidad con la mirada mientras se dejaba llevar por aquella chica. Esa mirada era pura vida. Tenía un brillo especial. Esa mirada me llegó muy adentro. Me hizo pensar en los abuelos. En mis abuelos. En mí de abuelo. Y pensé que quiero ser como él. Como Jacinto. El abuelo Jacinto. ¿Que tendrá que lo hace tan bueno?